En la entrega de los premios René Cassin de Derechos Humanos 2015, como impulsado por un resorte, el lehendakari Iñigo Urkullu se acercó enérgico hasta el público para reprender a uno de los asistentes que mostraba una banderola a favor del acercamiento de los presos políticos vascos.

Aquel foro, dijo, no era el lugar adecuado para esta reivindicación. Y, pregunto yo, ¿cuál entonces? ¿Se sintió molesto? Pero, exactamente, ¿qué le molestó: la banderola en sí –como acto de rebeldía en un acto institucional- o como alegoría, como objeto de memoria que le recordaba la participación del partido que lidera en la dispersión?

Históricamente, en todo lo referente a la construcción nacional por el conjunto de los abertzales, la actitud del PNV ha sido ambigua: nunca es el momento o no toca en el orden del día. La razón es política, evidentemente, pero me temo que son actitudes que, con el tiempo, las han asimilado hasta el punto de convertirlas en patológicas. 

Un “no molestar” para sentirse cómodos, que evidentemente es algo imposible cuando se parte de unos postulados ideológicos que nos debieran de llevar a la independencia; es decir, a la ruptura. Y un “no molestar” referido siempre a “los otros”, nunca hacia a los abertzales.

Como en el caso de la banderola. Si para Urkullu, aquel –un foro pro Derechos Humanos- no era el lugar adecuado para mostrarla, ¿lo sería acaso la calle? Un “lugar” frente a un “no lugar”, poca empatía o exquisitez ante la conculcación de los Derechos Humanos… y la construcción nacional. Porque para nosotros, la banderola representa la construcción nacional, un andar en el camino que nos lleve a esa meta.

Andan ahora los jeltzales a la búsqueda de algún concepto o metáfora que sea bien asimilado –”sin molestar”- por “los otros”, los unionistas, cara a crear un nuevo Estatuto que parta, dicen, del entendimiento entre idearios no compatibles. Algo inasimilable para las naciones que han sido colonizadoras.

 Si quieres algo nuevo, debes confrontar, debes molestar.